Eduardo D. Infante F.
La mortecina luz de un farol lucha por
romper la oscuridad en la solitaria calle, mientras el gato de la señora de la
casa de la esquina inicia su nocturna cacería. La estrecha calle luce callada y
tranquila, poco a poco las ventanas de las casas aledañas se van quedando a
oscuras. Son las 11 de la noche, y solo la ventana del piso superior de la casa
marcada con el número 134 se mantiene iluminada. En su interior un hombre
maduro; digamos de 57 años, intenta, sin conseguirlo, escribir un discurso para
conmemorar los 50 años de la empresa en donde ha trabajado durante los últimos
34 años.
“Maldita
sea”, dice susurrando por enésima vez pues no quiere despertar a su esposa.
-
¿Por qué acepte este encargo? - se pregunta frente al espejo quien le contesta:
“por presuntuoso”.
Después
de ir y venir por la recamara, de escribir y destruir cientos de hojas sin
poder concebir una idea coherente, siente moverse inquieta a su esposa en la
cama y piensa: “si la despierto, seguro se enoja”, así que apaga la luz y sale
silenciosamente. Va a instalarse al comedor y recuerda cómo se metió en este
lio.
-
Eres la persona con más años trabajando en esta compañía, ¿Cuántos son?
Preguntó el director.
-
Cumplí 34, hace 2 meses -.
-
Pues nadie mejor que tú para decir el discurso para conmemorar nuestros
primeros 50 años de trabajo, ¿aceptas?
“Desde
luego que sí”, fueron mis palabras y por mi arrogancia estoy metido en este
problema, se recrimina a sí mismo. “¿Qué tan difícil puede ser?”, pensé en
aquel momento y aquí estoy sin una sola letra escrita del famoso discurso.
Las
siguientes 3 horas fueron más de lo mismo, escribir y destruir, maldecir y
recriminarse; cuatro o cuarenta tazas de café para nada. “Qué voy a decir
mañana” se pregunta y se funde con su silla con verdadero pesar. Minutos
después se levanta, camina por el pasillo rumbo a la puerta, se detiene frente
al espejo, se señala con índice de fuego y en voz alta pregunta : - ¿Será está
la primera vez que falles en una encomienda? Cuando está próximo a responder
escucha a su espalda la voz de su esposa quien dice:
-
No fallarás, solo habla de los buenos y malos momentos por los que han pasado,
de las personas que con su trabajo han hecho crecer a la empresa, de cómo el
fundador confió en ti cuando nadie lo hacía porque eras muy joven. Sólo deja
hablar a tus recuerdos y no fallarás.
Una
sonrisa iluminó el rostro de aquel hombre, besó a su mujer con verdadera
gratitud, le dio una afectuosa nalgada y dijo:
-
Sube y acuéstate, en unos minutos estoy contigo.
Cuando
el hombre terminó de decir su discurso recibió un estruendoso aplauso, muchos
de los presentes gritaban vivas con lágrimas en los ojos; el director general
aún emocionado agradeció al hombre por tan sentido y emotivo discurso,
asegurando que quedaría integrado y formaría parte de la historia de la
compañía en un lugar especial.
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