Carlos Ángeles Toriz
Mi padre me contaba que, cuando era niño, cruzaba la calle de su casa y estaba el bosque. Un bosque amplio donde había una gran variedad de animales. Según me cuenta, había tlacuaches, serpientes, ranas, lagartijas..., y como buen niño de su época, tuvo de todo. Prácticamente atrapó cada animal que se encontraba para jugar un rato con él y dejarlo, o bien para llevarlo a casa y cuidarlo.
No suena muy bien, pero cuando se convirtió en adulto y tuvo oportunidad de contar sus experiencias a un niño lleno de curiosidad, éstas se convirtieron en enseñanzas de respeto y profundo amor a los seres vivos. Recuerdo cómo mi imaginación se desbordaba cuándo él hacía comentarios casi superficiales sobre la vez que encontró una rana, o llevó una serpiente a casa. Siendo un niño que nació en una Ciudad de México que ya crecía a pasos agigantados, y cuyos animales más interesantes, aparte de los perros y los gatos, eran las ratas, las moscas y las cucarachas, me resultaba casi mágico saber que alguna vez los niños podían convivir así en un lugar que, cuando lo conocí, ya estaba casi totalmente urbanizado; sin rastro alguno de lo que alguna vez fue un bosque.
Pero la semilla plantada germinó grande y hermosa. Aún hoy con casi medio siglo de edad, sigo buscando animalitos y bichos detrás de cada planta, en la copa de cada árbol, y debajo de las piedras cada que salgo de vacaciones. Mis redes sociales y mis discos duros están llenos de fotografías de aves, insectos, arañas, lagartijas y plantas. Y puede parecer increíble pero cada que tomo la cámara y salgo de "cacería", me siento exactamente igual qué cuando era niño. A veces, en momentos particularmente felices; incluso físicamente. Mi padre, ese hombre bueno, no solo me dio el amor a la naturaleza, también un mágico elixir de la eterna juventud.
En este siglo 21 miro atrás cómo ha cambiado mi ciudad y no puedo dejar de sentirme un poco desolado, saber que donde hay vías rápidas y centros comerciales, alguna vez hubo riachuelos, canales, bosquecillos. Me resulta incomprensible. El niño que busca las maravillas se pregunta una y otra vez ¿cómo llegamos a esto? ¿Cómo cambiamos árboles y arbustos por placas de concreto, ahuyentando a una increíble cantidad de animales?
Pero ya soy padre, y como tal he aprendido a tener miedo del futuro, escucho noticias que me encogen el corazón: cambio climático, olas de calor, desastres naturales, la sexta gran extinción que hemos provocado. Y mi corazón se lamenta que esas maravillas que mi padre me enseñó, cada vez está más lejos de mi hija.
Y aún así, a pesar de todo lo obscuro que pueda tener el mundo actual, no pierdo la esperanza, porque mi hija ama a los animales. Sí por ella fuera tendría cien perros, dice, y aunque no se ha despertado esa curiosidad que yo tenía de niño por todo lo del mundo natural, es respetuosa y amable con los seres vivos. Pero además, hay momentos en que la veo platicar con su abuelo, y sé que de una u otra forma le contagia las ganas de aprender y observar. Me asusta el mundo que la espera dentro de veinte o treinta años, pero me entusiasma saber qué está dispuesta a encararlo; porque quiere convertirse en, ni más ni menos, qué una veterinaria de fauna silvestre.
Convencido de que, si algo puede mejorar nuestra vida al enfrentar el inminente cambio climático, es la educación de los niños de hoy en día. Por encima del temor, veo con esperanza el futuro. Porque los niños de hoy ya no se callan ante los adultos, ni se les engaña tan fácilmente. Tienen un mundo de información al alcance de un teléfono celular, y se dan cuenta, como nunca antes en la historia de la humanidad, de que los adultos hemos cometido muchos y terribles errores con nuestra biodiversidad. En las escuelas hoy se tocan estos temas y les enseñan a respetar los ecosistemas y valorar la frágil biosfera qué nos rodea. Mi mayor esperanza es que sean muchos los niños que vean a través de los ojos del niño que sus padres y sus abuelos fueron, que no sea un conocimiento frío lo que los motive, sino que, cómo me ocurrió a mi, cada uno reciba su semilla de maravilla y respeto y que germine para convertirse en un profundo amor por todos los seres vivos. Hoy más que nunca la educación en casa es sumamente importante para el futuro de nuestros hijos.
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